En mi cámara de eco particular (millenials queers, más o menos precarias, con ansiedad y muchas de ellas con distintos sabores de neurodivergencia) lo que se lleva es odiar la navidad. Y lo entiendo, claro, porque nuestras precarias estabilidades mentales se deben enfrentar a lo que más nos aterra, a perder el control de nuestro entorno. Perdemos el control de los tiempos, porque hay reuniones familiares de asistencia coercitiva y que casi nunca son un lugar seguro. Perdemos el control del dinero, porque el compromiso de hacer regalos se expande con la voracidad tardocapitalista. Perdemos el control de lo que comemos, que pone a las que parecemos o nos estamos recuperando (no creo que se pueda hablar de esto en pasado) de un trastorno de la alimentación en un estado de alerta constante. Perdemos incluso el control del espacio público, porque las ciudades se llenan de turistas mezclados con locales haciendo compras e iniciativas desde los ayuntamientos que en la mayoría consisten en reducir aún más el espacio público en el que puedas estar sin redirigir tu dinero al bolsillo de alguien que ya está forrao. Y, por supuesto, hay quien no tiene nada de esto, pero eso suele ser significante de algo peor: gente expulsada de su familia, gente disca y neurodivergente con un entorno tan poco acomodante a esas necesidades que prefieren quedarse en casa, gente que vive tan lejos de su familia que no puede permitirse el viaje. Gente que igual desearía tener un cuñado al que evitar, una madre con la que pelearse a gritos y algo de dinero que gastarse en un regalo para una persona que no le importa. A veces la suerte tiene resquicios muy extraños.

Las que me conocéis sabéis que yo no soy menos. Los viajes a casa de mis padres me dan ansiedad suficiente para desatarme el insomnio la semana antes de llegar, y volver a casa tan agotada como si hubiera subido el Everest en polainas. La exposición a mi madre puede desatarme brotes del TCA que, sólo ahora, estoy consiguiendo dominar. Poco a poco voy olvidando las normas no escritas de esta casa y eso provoca tensiones que pueden acabar en estallidos a gritos antes de que me dé cuenta. Con la distancia, la terapia y la creación de una vida ficticia que se parece a la mía pero no es la mía he conseguido llegar a unos términos con mi madre que hace que la convivencia no sea agradable, pero al menos sea posible. Porque yo quiero poder volver, disfrutar de mi hermana y de mi padre, y disfrutar de volver a mi casa, a Sevilla.

Desde pequeña me inculcaron la certeza de que tendría que irme de Andalucía para buscar un futuro mejor. Mi madre se obsesionaba con que estudiara mucho inglés «para que puedas irte al extranjero». «El extranjero», esa palabra difusa, esa tierra prometida de trabajos fuera de la hostelería y sueldos que permiten vivir. «El extranjero», esa tierra que un andaluz sólo conoce porque allí es donde se fueron sus tíos después de la guerra, ese que sólo llama por navidad porque las conferencias son carísimas. «El extranjero», lo indefinido, lo lejano, el futuro de generaciones enteras, que bien puede ser Francia, Suiza, Bilbao o Madrid. La posibilidad de quedarse no era tal, era una condena a la miseria, económica y moral. El complejo andaluz, la vergüenza ante nuestra cultura, forma de hablar, estética y maneras de ver la vida, es un tema del que poco a poco se va hablando, pero que no creo que se pueda llegar a reparar.

Yo me fui, claro. Qué otra cosa podía hacer. De la gente que estudió ingeniería conmigo sólo se quedaron los enamorados de Sevilla que se negaron a irse. De esos, sólo los mejores tuvieron la posibilidad de un trabajo decente; Airbus reclutaba a los mejores de cada promoción como becarios y, de esos, se quedaba con un pequeño porcentaje que despuntaba. Sólo estar allí como becarios era considerado un privilegio, conseguir un contrato te convertía en la élite: te podías quedar y además cobrabas un buen sueldo. Algunos de aeronáutica terminaban en el Ejército del Aire, que tenía un stand durante las ferias de empleo que se hacían anualmente en el edificio de la Escuela. Los que se empeñaron en quedarse a pesar de no entrar en Airbus acabarían en consultoras mal pagadas trabajando miles de horas extra. La inmensa mayoría nos fuimos, como nos habían inculcado desde pequeñas que teníamos que hacer.

También he ido recibiendo historias de gente con la que estudié en el instituto, aunque no conserve contacto con ellos. Un día me encontré a uno que me hizo la vida imposible en secundaria y que abandonó en cuanto pudo irse a la obra. Me preguntó amablemente que era de mi vida y yo, aún asustada por la naturalidad con la que una persona que me había hecho sufrir me trataba ahora, le respondí que era ingeniera industrial y que trabajaba en Barcelona. Me sonrió con tristeza y me dijo que yo había sido la lista, la que lo había hecho bien. Entendí que era la única forma de la que ese chaval sabía pedir perdón. Me encontré a otra que llegó a emplear violencia física conmigo por la calle sirivéndome cervezas, y me descubrí sintiendo una pizca de satisfacción de la que ahora no me siento orgullosa. En Barcelona me atendió una ex compañera de instituto, que fue por la rama de artes, en un restaurante de ramen. Quien pudo, se fue.

En febrero hará diez años que me fui yo. A Barcelona, a trabajar en algo que no tenía nada que ver con lo que yo había estudiado, pero me daba igual porque era irme; lejos de mi madre, lejos de la precariedad, lejos de todo lo que me habían enseñado a despreciar desde pequeña. Barcelona, siguiendo la herencia de los casi un millón de andaluces que vivían en Catalunya en 1960, de aquellos almerienses que se fueron en 1920 a recoger uvas, y antes a construir el metro, y después a huir del hambre y la muerte que trajo Queipo. A ser mano de obra que recoge el algodón que luego enriquecerá a la misma burguesía catalana en cuyas casas servían las niñas. Deportaciones, infravivienda, xarnegos. La novena provincia, que llamaban a Barcelona. Abandonaba mi ciudad con alegría, cumpliendo mi destino, lo que se había establecido que debía ser, y no conseguirlo habría sido un fracaso.

Tuvieron que pasar algunos años hasta que me dí cuenta de lo que había dejado atrás. De que no en todas partes la gente es naturalmente amable con todo el mundo. De que la alegría de vivir expresada a cada oportunidad no es común a todas las regiones. De que mi lengua es hermosa, propia, poética, y que por mi música habla el Califato, sefardíes, gitanas y tartesas. La historia más antigua del mundo es la del héroe que tiene que irse de su hogar para encontrar los motivos para querer volver. Volver, en aquel momento, no era una posibilidad, pero era un anhelo. No podía compartirlo con casi nadie, porque la gente de Barcelona con la que yo hice amistades no sabía, ni sabrá, lo que es verse obligada a irse de su casa. En el fondo, creo que sentían que de alguna forma tendría que estar agradecida de haberme ido. Hay jerarquías que no se han olvidado.

Después de vivir muchos años en Madrid llegué al momento de honestidad personal en el que me reconocí que no era donde yo quería quedarme para siempre. Llegó el teletrabajo (y soy una de las afortunadas que puede ejercerlo), tenía mis ahorros y la fantasía de tener una casa en la que asentarme empezaba a tomar forma. Después de tantas mudanzas, tanto de pequeña como de adulta, esa posibilidad era casi un espejismo, pero quizás, quizás, podía hacerla realidad. El gran problema era elegir dónde. Cuántas, cuántas horas he pensado en esto, dónde quiero quedarme a vivir. Dónde podía ser feliz como mujer queer que todavía quiere vivir (al menos cerca de) en un núcleo residencial grande, donde el calor (que ya de pequeña me era insoportable, imaginad ahora) me permitiera estar sin deprimirme, donde pudiera acabar teniendo amistades con inquietudes comunes, donde pudiera sentirme como en casa. Miré mapas, tablas de poblaciones, distancias a ciudades, mediciones de temperatura, redes de transporte público, programación cultural, precio medio de metro cuadrado, el hospital más cercano. Miré Sierra Morena, miré Grazalema, miré las faldas de Sierra Nevada, hice números, simulacros de hipoteca, precios de coches de segunda mano.

Me he comprado un piso en Oviedo. Me mudé hace cuatro meses.

Todavía a veces lloro pensando en que, si todo sale conforme la decisión que he tomado, no volveré a vivir en Andalucía.

Me ha podido el miedo a la catástrofe climática, me ha podido la crisis de la especulación de la vivienda, me ha podido el miedo a la soledad, el haberme criado como la niña nueva en un pueblo pequeño. Me ha podido el razonamiento de que yo en realidad quiero volver a la Sevilla de hace 10 años, y que yo hace 10 años no quería vivir en Sevilla. Me ha podido esa fatalidad de ver cambiada mi ciudad a un galope cada vez más furioso hacia la homogeneidad occidental, a cada visita. La ciudad que amaba ya no está, mis amigas viven casi todas fuera y sí, hay cambios que están siendo para bien y en muchos aspectos es una ciudad mejor ahora, pero ya no es la mía. Los turistas que antes formaban parte del paisaje en verano ahora lo invaden todo, todo el año. A cada paseo me encuentro un comercio local convertido en cadena de restauración, fachada emblemática apisonada por el cemento minimalista industrial, negocios a punto de la jubilación que no encuentran traspaso, pero sí ofertas para compar el local. Volver a Sevilla me calienta el corazón y me lo rompe a la vez.

En Oviedo me dicen que se nota que no soy de allí, pero que no tengo acento andaluz. Me di cuenta de que es porque quien migró allí fue a las minas, cuando las de Sierra Morena cerraron, y en la Sierra (Sevilla y Huelva) la gente cecea. Por un lado es un alivio vivir en una ciudad que no te ve como el servicio, sino como compañeros mineros. Por otro, me entristece que mi acento se haya disuelto tanto, a base de no escucharlo y de sutiles correcciones para hacerme más comprensible (palatable) al resto, que no sea inmediatamente reconocible. Mi novia me dice, cuando hablamos por teléfono, que tengo el acento mucho más marcado y le encanta.

Tengo una amiga con el mismo plan de mudanza que yo con la que bromeo diciendo que vamos a montar una peña bética, aunque a ninguna nos gusta el fútbol. Barcelona tiene su propia hermandad rociera. Una vez preparé migas en un apartamento parisino diminuto, en una cocina dentro de un armario, para una amiga que sigue viviendo allí. Cómo le explicas a un calvinista lo que es un villancico rociero.

A base de esfuerzo, dinero en terapia y renuncias, he conseguido reconciliarme con la navidad, porque es el momento en el que mis amigas emigradas vuelven a casa todas a la vez y podemos vernos. Los días 25 preparo migas para mi familia. Mi hermana encuentra sitios para llevarme a desayunar y que yo despotrique de la gente que no sabe lo que es un pan bueno. Si puedo, compro vino de naranja, mantecados de La Colchona y queso de cabra de la Sierra Norte. Durante una semana (el máximo que mi madre y yo nos toleramos) trato de abarcar tanto de mi tierra como puedo, para saciarme, para poder encontrarle los fallos y que la nostalgia sea más realista, para reconciliarme con las decisiones que he tomado y que me han llevado a empezar un plan de vida a largo plazo tan lejos. Me siento un poco turista en mi propia casa, porque sigo sin querer renunciar a esto como casa aunque no vaya a vivir aquí. La ciudad en la que me crié se ha ido difuminando como si la erosionara la arena, y en las que he vivido nunca he terminado de encajar, como un zapato incómodo. No sé si Oviedo será mi casa. No sé si podré llegar a tener una tierra que sea mi casa, o si mi corazón estará siempre dividido y siempre de duelo por las cuatro otras ciudades que he amado y dejado atrás, y las que estén por venir.

“Estoy cansada de no saber dónde morirme. Esa es la mayor tristeza del emigrado. ¿Qué tenemos nosotros que ver con los cementerios de los países donde vivimos?” (María Teresa León, Memorias de la melancolía, 1970)

16 comentario sobre «Memorias de la melancolía»
  1. Un texto maravilloso. Una cosa en no enterrarse en un cementerio extraño pero ¿quién ha dicho que los hogares tengan que ser limitados en número? Los tendremos todos

  2. Ojalá que todas las emigradas podamos tener pronto nuestro hogar. Qué texto tan valiente y tan honesto, qué puñetera la corriente del capital que nos mete en estas vivencias.

    Gracias por este abrazo de apoyo y comprensión, de los que hacen llorar bonito, entre emigradas.

  3. No puedo empatizar más con cada una de tus palabras. El que vive lejos de su tierra, en mi caso Málaga, sabe lo que es no estar cómodo del todo, reducir tu nivel de andaluz para que sea tolerable al resto y juntarte con gente que se haya criado allí para compartir vivencias y costumbres de cuando éramos niños (los dibujitos de Canal Sur, el mollete con aceite y el himno tocado en flauta dulce para el día de Andalucía).

    Quiero pensar que al final, haré hogar allá donde esté, y que haré lo posible para vivir mi tierra cuándo y cómo me dejen.

    Un abrazo y felices fiestas ❤️

  4. Gracias por compartir estos pedacitos de ti. Ya sean píldoras de tu sabiduría peculiar, como el maquillaje de Barbie o el feminismo con lo de Errejón, o trocitos de tus sentimientos, como este caso. Te leo siempre con atención, aunque no comente tanto como podría. Me sumo a los deseos de que esa nueva casa se convierta en tu hogar: Sevilla no se va a ninguna parte.

    1. Gaditana emigrada a Bilbao, después de pasar por otras dos urbes en las que no quería poner el huevo. Deseando encontrar un rincón en esta tierra que me sepa tanto como la mía propia, y que me quiera sin sentirme extranjera perpetua. Abrazo cada palabra de tu texto como si hubiera salido de mi puño. Y no, la gente no sabe apreciar un pan bueno ni desayunan en condiciones de Sierra Morena pa’rriba.

    2. Qué bonito que hayas conseguido arrancarle un trocito de tiempo de calidad a tus seres queridos entre tanta hostilidad. Seguro que cada vez será más y más. A veces nos toca asumir que viviremos con cierta penita dentro pero eso es compatible con tener momentos de muchísima alegría y de celebrar las decisiones que tomamos. Un abrazo, amiga, qué bonitos textos nos regalas 🩷

  5. Emigrada hace once años y en casa por Navidad… y entiendo y comparto ese extrañamiento del que hablas de la ciudad que ya no reconoces y me temo que sí, que una vez que emigras ya estás para siempre dividida, te queda un pequeño desgarro, la sensación de no pertenecer ni aquí ni allí, y si te vas a otro país, además, el extrañamiento no ya del acento, sino de la propia lengua. Pero también aprendemos a construir hogares de cero y en cualquier sitio. Oviedo me parece un sitio estupendo para empezar y para reinventarse. 🙂 Pasa buenas fiestas.

  6. Te entiendo bastante. Yo estoy en una situación parecida (extremeña viviendo en Gijón). Huí de aquí a los 18 (me fui a Madrid buscando la libertad q prometía). Después, con mi pareja de aquel momento en paro y una situación económica regu nos fuimos a Irlanda y estuvimos casi 7 años (yo estuve bien, pero por una mezcla del aislamiento del COVID, una burbuja inmobiliaria galopante, los despidos masivos), nos fuimos a un pueblo de la sierra de Huelva (de donde es ella), donde me encontré muy bien en cuanto a sentirme en casa. Finalmente me he venido al norte porq no soporto el calor y lo dejé con ella. Si te apetece alguna vez escuchar un acento algo parecido al tuyo (tengo una mezcla rara con el acento onubense) por el norte, estoy a un alsa de distancia 😉

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