Hace ya un año empecé por cuarta vez en mi vida un proceso terapéutico, esta vez con la intención de que ya sí abrir las crisálidas de las carcomas que me roen el alma desde hace años y cuyo letargo es sólo la promesa de huevos que eclosionarán en el futuro. De entre todos mis malestares, el más apremiante y el más insidioso era el miedo y, por desgracia, el más desagradable de tratar. No estoy escribiendo un manual de psicología, pero el tratamiento del miedo consiste en, primero, entender que está ahí, que es normal y que está haciendo su trabajo aunque el resultado no sea el esperable, y luego exponerse a él de forma controlada hasta que deje de, si no dar miedo, al menos provocar un sufrimiento insoportable.

Es un proceso muy extraño, porque la primera fase consiste en que, cuando salte el pensamiento que provoca miedo, entender que estar ahí y que está intentando mantenerme viva. De alguna forma hay que visualizar ese miedo, esa ansiedad, como una persona ajena a ti, que te está intentando convencer de que hagas algo que piensa que va a ser lo mejor para ti, pero que tú sabes que no lo es. Razonar no sirve, disuadir no sirve, interactuar no sirve: solo dejarla hablar y hablar hasta que se canse y se vaya. Y así una y otra vez, hasta que la persona vea que sus esfuerzos no nos convencen y se aburra y se vaya antes, hasta que sus explicaciones sean cada vez menos vehementes, pero sabiendo que nunca se va a ir del todo (porque el miedo tiene su función, que es mantenernos vivas). Como tengo tantos miedos, me sirvió poner nombres a cada uno de ellos, a cada versión de la ansiedad que venía a visitarme en los momentos más insospechados, cada una a gritarme que hiciera o dejara de hacer algo distinto hasta que entre todas conseguían paralizarme. Cada una de esas caras era un nombre y una función, pero acabé por descubrir rasgos de personalidad a cada una de ellas: mi miedo a una vejez incapacitada, solitaria y dolorosa es una señora mayor, amable, a la que le tiembla la voz al hablar y me hace sitio en la mesa camilla para que me deje ir lentamente; mi miedo al apocalipsis climático es una adolescente que grita, grita y grita escenarios catastróficos igual que si le hubiera prohibido salir un sábado, mi miedo al auge del fascismo es una señora seria con determinación de acero que me incita a prepararme para los todos los escenarios, todos a la vez. No son personas completas, sino arquetipos que he formado en mi cabeza para dar una forma tratable y finita a lo que de otra manera es inasible. Todas ellas forman parte de mí, todas ellas intentan ayudarme, ninguna de ellas se va a ir nunca de mi lado así que tenemos que aprender a convivir.

La segunda fase es mucho más desagradable. Consiste en crear, deliberadamente y acompañada por mi psicóloga como en una meditación guiada para evitar ataques de pánico, escenarios en mi cabeza en los que ocurre el peor de mis miedos, dejar que el miedo suba, suba y suba, que mi ansiedad chille y chille y chille, hasta que deje de subir y empiece a bajar lentamente, y baje, y siga bajando, hasta que mi nivel de ansiedad esté igual o más bajo que al empezar el ejercicio y mi ansiedad, la personalidad que le toque ese día, vea que no me he muerto y que es sólo un pensamiento. La clave para conseguir la bajada es que, en medio de esa cúspide del miedo y sin llegar a despersonalizar, hay que salir un poco de la primera persona y observar la escena con curiosidad: ¿qué siento en mi piel? ¿a qué huele? ¿qué temperatura hace? ¿qué sonidos me rodean? ¿cómo es la luz que ilumina todo? Y así me veía a mí misma en medio de mi piso inundándose por una riada contemplando el sol que sale, por pura contemplación presente, por la capacidad de hacer que la ansiedad se aburra y se calle aun cuando estoy inmersa en el peor escenario que me estaba contando, y aun así la emoción viene y se va y yo sigo. Un proceso terapéutico bien dirigido es beneficioso a la larga, pero es un camino desagradable.

El 15 de enero murió David Lynch, y en el cine que tengo cerca de casa empezaron un ciclo de películas suyas que han ido alargando gracias al éxito de público. Desde el cinco de febrero, cada semana proyectan una de sus películas, el miércoles por la tarde y el sábado por la mañana. Mi cita con la psicóloga termina los miércoles justo a tiempo para cambiarme de ropa, merendar algo y salir al cine, y por 5€ paso el necesario trago de la terapia viendo una película que, aunque ya haya visto, me hace pensar en otra cosa que no sean mis propios problemas. Y ademas me encantan las películas de David Lynch, y es una suerte enorme poder verlas en el cine, pensamiento que me ha sacado de las ganas de tirarme en el sofá a llorar hasta quedarme dormida después de alguna sesión especialmente dura.

Ver casi todas las películas seguidas, aunque sin un orden particular (hasta donde yo sé), hizo que empezara a percibir más claramente patrones que antes, vistas con meses o años de separación, no me parecieron claros. Ya sé que analizar las películas de Lynch tratando de buscar una respuesta unívoca es, primero, un ejercicio intelectual pretencioso, y, segundo, exactamente lo opuesto a lo que él buscaba. Analizar sus películas es un entretenimiento divertidísimo siempre que se tenga en cuenta que no se puede alcanzar la verdad1, sino que tenemos que aspirar a encontrar la explicación que mejor encaje con nosotras mismas. Exactamente igual que los mitos, los símbolos y los arquetipos: podemos tener una noción general de lo que pueden querer decir, pero no existe una verdad definitoria porque su significado varía dependiendo de quién lo lee y cuándo lo lee. Por eso, la interpretación de mitos y símbolos no es una ciencia sino un arte.

Como decía, al ver las películas seguidas empecé a ver patrones: la inocencia tiene la estética americana clase media blanca de los años 50, porque es su recuerdo de infancia; las mujeres buenas son bonitas, rubias, de ojos claros, dulces, inocentes y listas; las malas tienen los cabellos oscuros, los ojos grandes y las facciones angulosas, seductoras y arrebatadoramente bellas; los hombres protagonistas son jóvenes, buenos, atrevidos, no tan inteligentes pero con un momento de genialidad que les salva; los malos son mayores, gritones, de bocas grandes y físicamente fuertes; hay personas mayores que señalan puertas y profetizan. Grandes espacios de naturaleza salvaje, como bosques y desiertos, junto con una industrialización que ya ocurrió pero que estás ocurriendo ahora. La inocencia se pierde, la chica rubia no es tan cristalina, en los bosques hay monstruos, si rascas la superficie brillante de glaseado de azúcar resulta que el donut está lleno de gusanos. Los contornos de la realidad y de la ensoñación se desdibujan, la linealidad se pierde, las texturas cambian y por un momento se pierde el contacto con el suelo y nos dejamos flotar en lo liminal, en un estado en el que aceptamos lo que venga sin extrañezas ni juicios. El cine de Lynch me enseña una forma de humildad en la que acepto que no puedo entender todo porque es imposible recoger la inmensidad y complejidad de la existencia en una representación de ella con total fidelidad: la única forma de acercarse es mediante el mitos, símbolos y arquetipos, que tienen puntos de realidad comunes para todo el mundo2 pero que deja en el individuo el trabajo de complejizarlo, y la razón no es ese camino.

Dice Alana, cuando le preguntan por la autoficción, que en realidad toda la ficción es autoficción, porque todo el mundo pone parte de su propia vida en la historia que está contando, aunque se disimule con capas de elfos o aliens. Tenía presente esa frase viendo las películas, buscaba pistas que me hablaran del propio Lynch, de qué le empujaba a contar esas historias. Viendo Carretera Perdida me di cuenta de que le aterraban las femme fatales. No las odiaba, no las despreciaba, no le daban asco: le fascinaban, y esa fascinación le daba miedo. Me di cuenta de que en esa película estaba haciendo lo mismo que yo en mis sesiones de terapia: creando una escena que le aterraba, saliendo de ella y observarla con genuina curiosidad, sin juzgarse a sí mismo por las emociones que sentía. Era el juego absoluto de la exposición al miedo, con actores y actrices que hacen exactamente lo que había decidido, y con la voz que puede interrumpir la escena cuando quiera.

Viendo las películas de ese prisma cobraron mucho sentido para mí. Los protagonistas jóvenes y apuestos son la visión de sí mismo cuando se enfrentó a esa pérdida de inocencia, porque cuánto miedo da dejar atrás la simpleza de la infancia y enfrentarse a la complejidad adulta. El deseo le arrebataba, pero también le daba miedo lo que podía pasar si se dejaba llevar por él. El bien nunca tiene una victoria absoluta, porque el mal nunca podrá desparecer, igual que mis miedos nunca se van a ir del todo, y los suyos tampoco. Por eso, entendí, su forma de generar miedo es tan particular, tan insólita y sublime, tan visceral, tan claustrofóbica y tan asombrada por la inmensidad del universo, por la posibilidad de infinitos universos. Por eso sus personajes me provocan esa extrañeza, esa curiosidad, al verlos desde un prisma que no respeta las proporciones reales de una persona, porque no son personas, son sus arquetipos, los que le susurran miedos y ansiedades y los que él deja hacer entre ellos, en su casa de muñecas, con curiosidad casi infantil, como si él no supiera tampoco a dónde van a llevar las cosas.

Lynch detestaba que se sobreanalizaran sus películas, pero le encantaba que cada persona sacara su propia interpretación de lo que ha visto, y por eso nunca quería dar «pistas» de su significado, para que no se rompiera nunca el misterio. Aquél día, en el cine, aún removida por la sesión de terapia, sentí como si Lynch hubiera creado un contenedor fuera del mundo en el que poder explorar mis miedos y sentirme segura a la vez, porque, cuando la película acabe, me iré a casa y todo estará bien. Las luces, los sonidos, las texturas, todo eso añade a la sensación ajena, de distancia con lo perceptible por los sentidos, con no estar del todo en ninguna parte y por lo tanto, nada de lo que ocurra ahí puede hacerme daño.

A Lynch le fascinaba la memoria y su imperfección, porque nunca recordamos las cosas exactamente como fueron, pero para él, la memoria también conservaba recuerdos del futuro, de todo el campo unificado que es lo trascendente. Tal vez mis ansiedades son recuerdos de un futuro en el que todo eso ocurrió, pero, si puedo recordarlo ahora, es que sobreviví.

«I love the delicate abstractions that cinema can do and only poets can do with words.»

  1. Esta página web se ha pasado 20 años recopilando teorías sobre Mulholland Drive https://www.mulholland-drive.net/ ↩︎
  2. No me voy a poner a hablar sobre la complejidad del mito y sus interpretaciones así que vamos a dejarlo en que «todo el mundo» significa «todo el mundo en un contexto cultural e histórico parecido al mío» ↩︎
6 comentario sobre «David Lynch y las delicadas abstracciones»
  1. Yo qué sé ya… me flipa como narras, Malti.
    Y Lynch te atrapa de una forma que te mete dentro, te lleva por el agujero, hasta una habitación roja donde acabas con tierra entre los dedos y te mira con curiosidad y te susurra “lo has visto? Has visto el camino?”.
    El domingo voy yo a ver Inland Empire, que no la veo desde que salió.

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