Escuchando: Chrome Country – Mono·phonos
¿Os acordáis de todas las casas en las que habéis vivido? Yo no. De pequeña me mudé tantas veces que no sabía que no era normal cada año empezar un colegio nuevo, una casa nueva, tener integrada la rutina de que cuando acababa el curso se guardaba la vida en cajas y se empezaba de nuevo en otro sitio. Solía ser la única niña nueva del colegio pero al mismo tiempo esa itinerancia estaba tan integrada en mi vida que tardé tiempo en hacer la conexión entre lo habitual (para mí) y lo normal (para el resto). El cerebro infantil aún no sabe lo que es lo normal.
Eso tuvo sus cosas malas, claro. Ser la niña nueva, la de acento distinto, la que no conocía las lógicas ya establecidas en las relaciones entre otros niños, la que hablaba demasiado bien para su edad porque leía mucho, la llamativamente pelirroja, la que de entrada no tenía amigos, la que tenía que empezar de cero, nunca es fácil. Hacerlo durante años, cada año, empezar curso con las mismas explicaciones, las mismas historias, distintos recelos, distintas acogidas pero casi todas violentas me hizo aprender estrategias de supervivencia que me sirvieron en su momento pero que ahora tengo que pagar a una psicóloga para que me ayude a desaprender. No conservo amigas de la infancia, recuerdo algunos nombres pero ninguna cara. Sí recuerdo los nombres y las caras de las profesoras que hicieron lo posible para hacerme esos tránsitos más fáciles.
Sí me ha hecho aprender algunas habilidades que son útiles; no me asusta la gente nueva y soy capaz de representar la fachada una persona entretenida durante unas horas antes de que se me vean las costuras. No tengo miedo a meter mi vida en una maleta y empezar de nuevo en otra parte, y a vivir con la incertidumbre de que ese paso adelante no siempre es hacia mejor. He perfeccionado mi sistema de organización de cajas y conservo los excels de las tres últimas, y en mis últimas cuatro mudanzas sólo he perdido una. La pena es que llevaba una cafetera a la que le tenía mucho cariño, porque me la regaló Marta cuando me mudé a Barcelona, y ha sido mi primer, como dirían los americanos, housewarming gift; en las cuatro casas en casi tres años en las que viví allí, saborear el mismo café por las mañanas daba sentido de hogar. También he aprendido el desapego de los objetos, porque cada mudanza estaba precedida de una limpieza implacable forzada por mi madre y su economía: ella dice que del esfuerzo, yo digo que de la emoción. Se dice que cada mudanza es un pequeño incendio, pero yo las vivía como un viaje; llevaba lo que necesitaba para el trayecto, pero sólo era de ida. Si mi madre consideraba que mi purga no era lo suficientemente exhaustiva, ella se ocupaba de alcanzar las cuotas necesarias deshaciéndose de lo que ella consideraba prescindible; os podéis imaginar que no solíamos tener el mismo criterio. Hay cierta liberación dolorosa en dejar atrás objetos que aprecias, pero sólo sabes si has tomado una buena decisión al hacerlo cuando te equivocas.
Aunque estos últimos años de estabilidad vital (tres mudanzas en los últimos siete años) me han permitido acomodarme materialmente en los objetos, he tardado mucho en aprender a despojarlos de su utilidad práctica para medir lo que importaban para mí. Entendí que la forma más sencilla de hacer un espacio mío era mediante láminas: en una sola carpeta puedo guardar la estética de todo un piso, y un paquete de blue-tac permitía el lujo efímero de hacer una pared mía sin dejar rastro. Todo lo demás que me acompañaba debía cumplir más de una función para justificar el esfuerzo del traslado, y la estética era la última de ellas. No recuerdo cuál fue el primer objeto que compré sólo porque era bonito. Tardé mucho tiempo en asimilar que me merecía poseer objetos bonitos sólo por serlo. Bueno, hasta que he tenido mi propio piso.
Llevaba mucho tiempo teniendo fantasías de mi propio hogar, pero siempre eran reconfortantemente vagas: es más difícil anhelar algo que no tiene forma. A veces soñaba con techos altos y cortinas pesadas, otras con apartamentos con vistas urbanas, otras con un jardincito y una mesilla de mármol. A veces caía en el vicio casi autolesivo de mirar casas económicamente inaccesibles, porque la esperanza en un Euromillones es lo último que se pierde, pero nunca siendo capaz de imaginar una vida ahí. Soñaba con tener un hogar, tomar mis propias decisiones sobre él, elegir el color de las paredes, y el tono de la luz de las bombillas, y si quería tener bañera o ducha, pero era incapaz de darle forma. Lo efímero de un hogar, por mi propia vida, por mi lugar de origen, la naturaleza de mi trabajo y el sino de los tiempos generacionales, era lo único que había conocido, hasta el punto de que no solo tenía vedado tener un hogar, sino también soñar con él. Y, en realidad, si he podido acceder a un piso es porque se han alineado unos astros laborales que me permitieron ganar mucho dinero (a base de autoexplotarme con tres trabajos, también), no necesitar vivir en una gran ciudad para conseguirlo y un hábito para la austeridad tan inculcado como el abecedario. Nunca pensaba que iba a tener esa suerte, pero la tuve. Un buen día me di cuenta de que, dentro de unos márgenes no muy holgados, podía elegir cuál sería mi hogar. Pero no tenía ni idea de qué es lo que yo quería.
Las partes prácticas de elegir un piso las tenía muy controladas, porque es otra de esas habilidades que se adquieren cuando te mudas mucho y meditas obsesivamente todas tus decisiones (me estoy quitando). Tenía que ser viejo, para poder permitírmelo, pero no necesitar una reforma inmediata, porque no podía permitírmelo. Corrientes de aire cruzadas. Cámara de aire en las fachadas exteriores. Unas ventanas que no requirieran actuación inmediata. Mínimo dos, pero idealmente tres habitaciones. Cocina separada. Eso y mi presupuesto no dejaban demasiado margen de maniobra, pero cada piso candidato me daba una pista de lo que me gustaba y no me gustaba. Aun así, nunca pude enfrentarme a cada visita pensando que esa iba a ser mi casa idealmente para siempre, porque es un horizonte temporal que ha dejado de tener sentido. De la frase «me gusta para vivir aquí para siempre» me tenía que conformar con «me gusta para vivir aquí». No creía que el amor habitacional estuviera a mi alcance.
Cuando me mudé aquí me planifiqué para poder tomarme un descanso laboral (salió mal) y dedicarme a arreglar el piso. Es curioso, porque me enfrenté a todo este proceso con la distancia práctica de quien ha hecho esto muchas veces, pero aplicando las restricciones que tenía otras veces pero que ya no. ¿Qué quería hacer con el suelo? ¿de qué color quería pintar las paredes? ¿cuál iba a ser mi habitación? todas esas eran preguntas que siempre había respondido alguien por mí, así que cuando llegó el momento de decidirlo, no sabía que hacer. Sí decidí con antelación una cosa: quería papel pintado, al menos en un par de paredes, porque en aquél momento no podía permitirme más. Busqué papeles durante meses, pedí una decena de muestras, lo consulté con no menos de media docena de personas antes de decidirme. Fui al Obramat a elegir la pintura que más encajara con la muestra del papel pintado que aún no había comprado pero sí había elegido, pero tenían un catálogo muy escaso y acabé con un color que no me convencía del todo. Aprendí que para pegar papel pintado necesitaba tener paredes sin gotelé, así que alquilé una lijadora de pared y una aspiradora industrial y lijé tres paredes de la casa: dos en el salón y una en el dormitorio. Estuve bastante tiempo con la casa pintada excepto esas paredes lijadas en los que traslucía el celeste grisáceo anterior entre los parches del temple, mirando esas paredes como si fueran el fantasma de las navidades pasadas. Al tiempo compré el papel y lo pegué, con ayuda de vídeos de youtube y la audacia heredada de mi madre. Tenía un sofá viejo que me habían regalado, aún dormía con el colchón en el suelo, la tele (también vieja y regalada) se apoyaba sobre cajas de libros, dos persianas de la casa no funcionaban, pero yo tenía mi precioso papel pintado. Esa era la única decisión estética que había tomado hasta el momento, la primera vez en mi vida que priorizaba algo puramente bonito por encima de lo práctico.
Aparte de eso, lo único que había decidido para la casa es que no quería que fuera Otro Piso Del Puto Ikea, porque el lacado blanco me parece la seña de identidad del fascismo de este siglo: la unificación estética de todos los hogares a lo largo y ancho del mundo para que el turista, el nómada digital y el jubilado centroeuropeo nunca sientan extrañeza. En un ejercicio de rechazo al estilo nórdico, eco consciencia y exploración estética decidí que, en la medida de lo posible, mi casa iba a estar equipada con objetos de segunda mano, y que lo que fuera atrayendo mi curiosidad iría definiendo en qué espacio quería vivir. El primer objeto que compré fue una lámpara de araña de bronce, de once kilos y ocho brazos en un puesto del mercadillo de antigüedades y cacharreo general que hay los domingos. La vi, me enamoré, pregunté el precio, hice fotos, me fui. Lo pensé durante toda la semana, y al domingo siguiente volví a ir, a ver si estaba. Ahí seguía. Regateé el precio con el dueño y conseguí que me la llevara a casa, y la dejé en el suelo durante meses hasta que le cambié los casquillos y el cableado, la limpié a fondo, barnicé, conseguí el taco necesario para colgarla y se juntó gente suficiente en mi casa como para que me ayudaran a hacerlo. La puse a finales de julio, muchos meses después de comprarla. Me hace feliz cada vez que enciendo la luz del salón.
Entre mercadillos, wallapop, webs de subastas, home markets y algunas compras nuevas muy escogidas voy construyendo poco a poco lo que quiero llamar hogar, y siento que la lentitud del proceso me hace muy consciente de las decisiones, como ir construyendo mi propia colección de obras de arte. Además, cada objeto que entra en casa tiene una historia sobre cómo llegó hasta aquí, aparte de las que ya traiga por la propia naturaleza de lo no-nuevo. Y también requieren atención, cuidados, trabajo, reparaciones, limpieza, aprender habilidades nuevas, tener un pequeño fondo de armario de productos de mantenimiento, desde un rollo de cable hasta lana de acero. Que mis cosas nuevas (nuevas para mí) requieran que desde el principio les preste atención hace que la relación que tengo con cada uno sea mucho más atenta que si descargara un maletero del Ikea, lo pusiera en una parte y me olvidara. Además, hace que me tenga que dosificar a la hora de traer cosas a casa, porque además de dinero me cuestan trabajo y atención. Esos son bienes muy escasos y me gusta reservar parte de ellos para mi propio hogar.
La mayor parte de los muebles que he comprado vienen de casas de viejas muertas, de cuando las casas se compraban y los muebles se encargaban y las decisiones hacían que cada casa fuera distinta. El conjunto de mi dormitorio (cabecero, cómoda, espejo, mesillas de noche) tiene pegatinas de un taller de Valencia, sin fecha, y tuve que aprender a restaurar los tiradores de latón. Las lamparitas las conseguí en una subasta, vienen de Italia y les cambié casquillos y cableados antes de necesitar un par de intentos para encontrar la bombilla que daba a la luz que me gustaba. La lámpara del tocador viene de una casa de muerta, pero he visto ese mismo estilo en otras piezas en mercadillos así que debía haber una tienda en la ciudad que las vendía. La bombilla del techo todavía cuelga pelada del cable y sigo sin tener cortinas, pero un buen día encontraré la lámpara perfecta, y la tela de las cortinas que quería, y restauraré mi lámpara y coseré mis cortinas. No hay prisa, cuando sepa lo que quiero empezaré la búsqueda y sólo el azar sabrá cuándo acaba.
Un buen día tuve la idea de qué hacer con la decoración del baño y los sanitarios de color inexplicable. Encontré el papel pintado perfecto, y así, en cascada, tuve las ideas de renovarlo partiendo de ese papel como base. Dio la casualidad de que la fábrica que lo producía había cerrado y en todo internet sólo quedaban dos rollos, así que con más motivo tuve que hacer de esa necesidad una virtud, porque es cierto que hay un tipo de creatividad que sólo se da cuando tienes recursos limitados. Con eso, wallapop, un catálogo de pinturas inmenso, un ferretero majísimo y audacia, renové el baño por fin. Lo que más dinero me costó por mucho fue el grifo del lavabo, porque otro lujo que permite el tiempo es que puedes decidir dónde poner el dinero. Cada vez que veo ese grifo me alegro de mi decisión.
En las incontables horas que le dediqué a renovar el baño estuve escuchando a las Hijas de Felipe hablar de sus itinerancias vitales y los rituales que las acompañaban. Son unas fascinadas de los rituales y de las cositas, que al final no es más que una forma de crear el confort de lo cotidiano en lo provisional; los rituales dan paz porque es uno de los pocos momentos de nuestra vida en los que sabemos exactamente qué va a pasar, un pequeño fragmento de tiempo que sí es cíclico y retorna a algo que ya conocemos, y las cositas, tienen una función muy parecida, de provocarnos emociones cuando las vemos y tocamos, siempre parecidas y siempre controladas. Carmen se mueve por el mundo con parte de su colección de virgencitas que tiene como sede la casa de su madre. Yo entiendo esa sensación, pero, dando capas de pintura super tóxica a los azulejos para que dejaran de ser espantosos, me preguntaba qué necesitaría yo para que la sensación de estar en casa no residiera en una cosita o un ritual, sino extender ese confort y ritual en todo el espacio que ahora es mío. Hacer mía cada decisión estética, consciente, deliberada y alegre es sólo el primer paso. Permitirme cometer errores y cambiar de opinión en esas decisiones es el segundo. Dejar que pase el tiempo hasta que el hábito se construya aquí y no alrededor de la intermitencia, el definitivo. Al final todo pasa por la paciencia.
Siendo como soy, estoy muy orgullosa de haber sido consistente con tomarme la mudanza con calma. Después de la itinerancia constante, para mí, abrir todas las cajas cuanto antes era una responsabilidad, un deber; si no me instalaba lo suficientemente rápido igual me tocaba irme antes de haber terminado. Esta es la primera vez que entro en una casa sin la carga de la provisionalidad, pero la idea aún no ha calado del todo. Aún así, he confiado en el proceso y permito que la verdad de las sensaciones domine los impulsos de lo que se supone que es lo razonable; no hay matrículas de honor en mudarse. Elijo la decoración de habitaciones en función de piezas que me encuentro y quiero que forme parte de mi casa, no en función de una falsa urgencia, y estoy en paz con tener buena parte de mis cosas en cajas todavía. Tener una casa es rápido, pero hacerla un hogar es un proceso largo. Siento mucha curiosidad por saber si lo que me gusta ahora me seguirá gustando dentro de diez, veinte años, porque soy incapaz de imaginarme dentro de diez años. A este piso aún le quedan muchas horas de trabajo, sin contar con las reformas que tendré que contratar en algún momento, y ya noto cómo cambian mis preferencias e ideas desde que me mudé hasta hoy, sólo un año después. Supongo que las casas no se acaban nunca.
Hace años que sigo por youtube a una chica que cose (The Closet Historian), y que llevaba tiempo buscando una casa. Después de varios meses sin ver youtube, resulta que se compró y mudó a una casa más o menos al mismo tiempo que yo, y el proceso ha sido parecido: se ha tenido que mudar lejos de su familia para poder encontrar una casa que poder permitirse y en el proceso se ha quedado sin dinero para externalizar los trabajos de adecuación, así que le toca a ella hacerlo. Ella tiene mucho más talento y habilidad artística que yo, y claramente lleva mucho tiempo decidiendo lo que quiere, así que ahora que puede dar rienda suelta (salvo en lo presupuestario) a sus gustos está haciendo exactamente lo que le viene en gana. A diferencia de mí, sí tiene una visión estética clara, y se ha podido permitir acumular objetos durante un largo periodo de tiempo que ahora decoran las habitaciones de su casa. A pesar de que su gusto es más atestado que el mío, me encanta que sea capaz de decir de dónde salió cada una de las piezas que construyen su hogar, que todo sea intencional, trazable, propio, suyo. Viéndola a ella y a otras personas, otros estilos, otras casas, he entendido una cosa fundamental para mí: conecto con la decoración cuando es una galería de arte de tu vida, una narración coral de historias que te han construido, un gabinete de tus curiosidades, una colección de decisiones, de prioridades personales, de artesanías, descubrimientos casuales y decisiones caprichosas y muy reflexionada a la vez, como esas dos tiras de tejido en diseño de malaquita que Brett Leemkuil tiene en su entrada y que son un diseño original de Tony Duquette que sólo se consigue por encargo, que seguro que nadie se fija, le habrán costado un dineral pero a él le harán feliz cada vez que los ve. Igual que a mí me hace feliz mi grifo precioso y carísimo puesto al lado de un juego de baño de wallapop y azulejos pintados regular.
El viernes fui a comprar muestras para elegir la pintura de las paredes y ahora tengo cuatro parches de pintura en siete puntos de la casa para comprobar todos con distintos tipos de luz en distinitos rincones, y ya sé que voy a tener que ir a por, al menos, dos muestras más. Esto va a ir para largo. Qué guay.
Después de muchos meses y movidas por fin pude firmar la compra de mi piso (viejo también) y que necesita una reforma integral (este no está vivible). En mi caso estoy bastante agobiada por el proceso, pero me ha gustado el tuyo para reilusionarme un poco con este tema.
Illa, de a poquito lo vas a ir disfrutando ^_^
Qué guay indeed.
Cómo mola leerte el proceso y la ilusión ^_^
Jo, qué ganas de ver tu casa tanto hecha como en proceso. Tiene que ser una experiencia museística.
Creo que después del divorcio y haber hecho tres hogares «por consenso» (incluidas dos reformas), hacer en esta casa ya MÍA únicamente *lo que me salga de los cojones* (valga la expresión) es de lo que más disfruto en mi nueva vida.