Manuel Benítez, El Cordobés
Hoy he ido al gimnasio después de un mes sin ir, y resulta que seguía ahí.
Es curioso pensar en los terrores que asociamos a las responsabilidades que tenemos clavadas en las del cerebro que limitan entre las razonables y las instintivas: son casi un instinto, pero en realidad nada tiene que ver con la supervivencia. No se nos pasa por la cabeza contradecirlas porque iría tan en contra de nuestra naturaleza como hacer un potaje de ladrillos en la cena de Nochebuena, pero no sostienen ni un sólo minuto de dar un paso atrás y analizarlas. Seguro que si te sientas un momento a pensar, encuentras muchos ejemplos de tu propia manera de hacer las cosas que no responde a otra lógica que la de que nunca se te ha ocurrido cuestionártelo.
Esa falta de cuestionamiento no es casual, claro. Esos aprendizajes se hacen de forma indirecta, automática y sutil, y eso es lo que hace que persistan. Caen en nuestra cabeza de forma tan natural como la lluvia, y a nadie se le ocurre cuestionar la lluvia. Podría poner cientos de ejemplos (el que más me gusta es el orden en el que colocamos los cubiertos en el cajón), pero en este caso me voy a centrar en el ejercicio, como término general para actividades físicas entre las cuales se incluye el deporte.
El túnel de la alienación con el ejercicio empieza muy pronto. Salvo que seas (o parecieras en tu infancia) un hombre cis delgado y sano en el sentido normativo de la palabra al que sus padres apuntaron a todo el catálogo de actividades deportivas con la esperanza de cansarte, lo normal es que tu aproximación al ejercicio haya sido obligada. Generalmente, en clase de Educación Física, que salvo honrosas excepciones acaba siendo un proceso de jerarquización de cuerpos a la hora de desempeñar actividades muy específicas. Si eres del grupo que he mencionado antes, ya tienes práctica, y además ahora tienes la validación de tu grupo, tus profesores y tus padres. Si no eres de ese grupo, te han dejado claro que tu cuerpo necesita mejorar.
De la enseñanza obligatoria voy a saltar a la segunda aproximación obligada al deporte: adelgazar. Si eres/pareces mujer (la amenaza de la gordura pesa sobre gordas y delgadas), o si eres/pareces un hombre gordo (donde gordo quiere decir alejado de la norma por la parte de arriba de la báscula), tu familia, tus amistades y el entorno te acabarán convenciendo de que tu cuerpo no es aceptable y que tienes que encogerlo, y para eso es obligatorio hacer unas formas muy específicas de ejercicio. No es casual que esas formas sean, además, especialmente desagradables o aburridas, léase: cardio hasta que te desmayes. Apúntate al gimnasio y haz estas formas de movimientos repetitivos, seguramente aburridos y seguramente incómodos, como castigo (a veces preventivo) por tener un cuerpo más grande de lo aceptado.
No voy a profundizar en esta carta sobre las formas en las que usamos el deporte como autolesión porque es una conversación triste e íntima y no es lo que me apetece hoy. Quienes habéis pasado por el túnel de la cultura de la dieta, ahora rebrandeada como cultura del wellness, sabéis a lo que me refiero con engañarse a una misma diciendo que lo estamos haciendo por nuestro bien cuando en realidad lo que hacemos es torturarnos coaccionadas por una tortura aún mayor que es la de presentarte en público con un cuerpo no normativo, o incluso la amenaza de salirse de la norma. Cualquier cosa, hasta la más aparentemente inocua, puede convertirse en un arma contra nosotras mismas si la compulsión es lo suficientemente grande.
A lo que vengo es a animaros a cuestionar lo que entendemos como ejercicio. Leo a la gente antideporte hablar de por que ir al gimnasio a machacarte si luego estás todo el día cansado y dolorido y me dan ganas de repartir abrazos, besar frentes, jurar que os entiendo desde el fondo de mi corazón y afirmar, con los ojos vidriosos, que hay vida más allá. Efectivamente, no lo hago porque parecería que os estoy intentando reclutar para mi secta, pero ni soy crossfitera ni voy a sacar dinero de ello, pero no me faltan ganas de explicarle a todo el mundo que hacer ejercicio no es, necesariamente, eso. Los guruses del deporte, influencers del fitness y demás avatares de la luz de gas suelen ser nuestra única toma de contacto con el ejercicio en la adultez, que además son casi unívocamente del grupo de chavales (y alguna chavala) que empezaron en el túnel del deporte desde que saben caminar y la vida les ha ido lo suficientemente bien como para no tener que interrumpirlo. Que esa gente sea la que intente iniciar a otras personas en el deporte es como que un nativo de clases de iniciación de un idioma sin saber de formación: no entiende por qué no resulta fácil para todo el mundo algo que es su naturaleza. Esos gurús te van a proponer lo que les funciona a ellos, no lo que te funciona a ti. Pero, si ellos son los que dominan el imaginario del ejercicio, en lugar de buscar alternativas, vas a pensar que el fracaso eres tú.
Pero, os digo mientras os sujeto las manos y os miro con los ojos vidriosos, hay vida más allá del dolor. Hay vida más allá del castigo por gorda y del sufrimiento repetitivo y de la extenuación y la competición y las comparaciones y las notas. El deporte, el ejercicio, puede ser otra cosa. El ejercicio pueden ser clases de baile, sesiones de yoga en casa, saltar en una cama elástica, patinar por primera vez, darte un paseo por el barrio, caerte cien veces a la colchoneta de un rocódromo o ponerte música en casa y bailar sola dándolo todo. El ejercicio es cualquier cosa que te haga aumentar las pulsaciones y haga trabajar tus músculos, ¿por qué no elegimos una forma de ejercicio que nos haga pasarlo bien? Porque nunca nos habían dicho que existía esa opción.
Tengo la suerte de rodearme de gente listísima y una de ellas es una amiga fisioterapeuta, que me dijo una vez algo que me hizo cambiar el chip para siempre. Hablaba de rehabilitaciones y de dolor, y decía que sobre el papel, lo óptimo para rehabilitar una rodilla operada es hacer una serie de ejercicios específicos. El problema es que esos ejercicios son dolorosos y repetitivos, y el paciente acaba por no hacerlos porque, en resumen, le coge aprensión, porque joder, es que duele. Sin embargo, si animas a ese paciente a hacer cualquier otro ejercicio que implique mover la rodilla, aunque sea bailar salsa, estará una hora bailando sin acordarse de que la rodilla le duele, y luego, tal vez, haga sin miedo esos ejercicios específicos que tan beneficiosos son. La explicación fisiológica es larga pero la conclusión es que el ejercicio bueno es el que se hace, y punto. El ejercicio te tiene que servir a ti, no tú al ejercicio, y no hay paper en Nature que esté por encima de que tú te lo pases bien haciéndolo. De nada sirve optimizar una rutina de gimnasio para ganar músculo y perder grasa si no la vas a hacer porque la odias. Una vez rota esa suspensión de la realidad en la que sólo existe el gimnasio y entrenar todos los días hasta vomitar, ¿qué opciones se te abren? ¿qué te apetece hacer? ¿revolcarte en el suelo en clases de aikido? ¿dejarte las espinillas haciendo el mono en una barra de pole dance? ¿mover el culo en tanga mientras te aplaude toda la clase de twerking? ¿ir a esos sitios cubiertos de colchonetas y camas elásticas a darte barrigazos hasta que te salga la voltereta? ¿hacer aquagym con las abuelas que parece mentira lo duras que son? ¿hay algún grupo en el barrio de gente que se reúna para jugar a algo? ¿salir a caminar mientras escuchas un podcast? ¿por qué no probar todo eso y ver qué es lo que más te gusta?
Lo importante, de verdad, es que te muevas. Todas conocemos los beneficios del ejercicio en la teoría, entra en el cajón de las cosas que sabemos racionalmente pero no nos creemos de verdad. El cerebro es perezoso y va a priorizar tu bienestar inmediato por encima del beneficio a largo plazo, porque el largo plazo no existe (todavía). Otro de los fallos de marketing del ejercicio es centrarse en los efectos beneficiosos reales pero distantes y no contarte que te va a hacer sentir bien inmediatamente. No en un año, un mes, una semana, no: en cuanto lo hagas te vas a sentir mejor, ese día vas a dormir mejor, al día siguiente vas a estar de mejor humor. En tres o cuatro sesiones te vas a encontrar más ágil, más fuerte, con más confianza en lo que haces, en un mes tendrás ganas de ir un poco más allá. No me voy a centrar en los efectos positivos en la salud de estar fuerte porque los sabemos, sino en que estar fuerte es la hostia. Estar fuerte implica que te duelen menos partes del cuerpo, hacer tus tareas diarias con más facilidad, tener más energía, cansarte menos, dormir mejor, tener mejor humor, inlcuso sufrir menos dolores asociados a la regla, tener más libido y sentirte genial cuando notas el progreso en el ejercicio de elección.
El otro melón es la constancia, y que el ejercicio te guste es sólo un factor para conseguirla. Hay que hacerlo, pero además, lo ideal es que sea con cierta regularidad. No diré que la regularidad está sobrevalorada porque no lo creo, pero sí pienso que está mistificada. La constancia parece una fragilísima orquídea exótica que en cuanto te despistas y recibe una corriente de aire se muere y no hay nada que hacer, cuando en realidad es como un poto, que si se te ha olvidado regarlo durante un mes seguirá ahí, mustio, pero vivo. Esta mañana el gimnasio seguía ahí, exactamente como lo dejé el 31 de diciembre. Mistificar la constancia hace que nos de tanto miedo romperla que cuando inevitablemente lo hagamos, sintamos esa interrupción como un fracaso personal y no como una pausa que podemos retomar sin más aspavientos. La vida fluctúa, y nuestras rutinas deben fluctuar con ella, sin perder de vista el objetivo. Las rutinas son un compromiso con nuestro yo de mañana, no de ahora, y aunque a nuestro yo de ahora no le apetezca hacerlo, la de dentro de un rato nos lo va a agradecer. Si me permitís la comparación rolera, una rutina no es una consecución de críticos, sino una acumulación de éxitos, y un fallo no significa el fin, significa que en un rato vuelves a tirar. Es muy difícil equilibrar la balanza entre la autocomplaciencia y la autoexigencia, pero se hace practicando, aprendiendo a identificar nuestras señales y a saber cuándo habla la pereza o el miedo. Sí os puedo decir una cosa: de todas las veces que he dudado sobre si ir al gimnasio y al final he ido, aunque sea para moverme un poco y estirar, no me he arrepentido de casi ninguna; de las veces que al final no he ido, me he arrepentido de muchas. Hacer un esfuerzo por ceñirse a la rutina, por entender que esto se hace por cuidado y por sentirse mejor, merece la pena, porque en realidad el esfuerzo no es para tanto, porque el beneficio es más inmediato de lo que creemos, porque nada merece tanto compromiso como una misma y porque, como dice El Cordobés, hay que quererse una mucho y todo sale, de verdad, del deporte ejercicio.