Yo no vi llover hasta los tres años.
Nací en el sur del sur, al comienzo de una sequía que sería implacable, en una zona que ya estaba en proceso de desertificación a principio de los 90. Por supuesto no recuerdo los cortes de suministro ni cocinar con agua embotellada, igual que tampoco recuerdo que, cuando por fin llovió, mi padre me sacó a la calle, a que me cayera la luvia encima por primera vez. Bebé de mí, no entendía nada, y me eché a llorar. Mi padre, enamorado de la naturaleza hasta el punto de hacerla su trabajo, también lloraba.
Me gusta pensar en esa escena, que no recuerdo, como el mito fundacional de mi fascinación por la lluvia. Seguramente esté más relacionado por lo exótico del asunto o por cien generaciones de criaturas sabiendo que podrán comer ese año que un bautizo improvisado, pero me gusta pensar en la lluvia y en mi padre a la vez.
En Sevilla llueve poco y cuando llueve lo hace con furia. Casi siempre concentrado en Semana Santa o Feria, un par de días torrenciales que destrozan farolillos, esconden procesiones y que hacen que las lomas que rodean la ciudad reverdezcan casi de inmediato, como si le hubieran lavado el polvo acumulado por el verano. Rara vez llueve una semana seguida, apenas hay días nublados. La tierra del sol eterno es un eslogan para convencer a los turistas que buscan endurecer sus carnes frías y húmedas al calor y la sequedad, pero también es una sentencia: aquí quien manda es el sol. Por eso, la lluvia me parece un refugio.
Nunca entendí a la gente a la que le molesta la lluvia. Aquí, siendo tan escasa e intensa, es normal quedarse en casa cuando llueve: pasa tan poco que creo que el desconcierto nos distrae las ganas de socializar. El principal atractivo de salir, los bares y sus terrazas, pierde su aliciente. No se estila tomar bebidas calientes. Cuando llueve, la vida (no obligatoria) se suspende. Es una fiesta de guardar, y yo la celebro prestándole atención, sintiendo el frescor (llamarlo frío es un insulto), guareciéndome mentalmente en una cueva y dejando que el tiempo pase con la cadencia de las gotas de fondo. Prácticamente veo la tierra sedienta hidratarse, los árboles alzarse, los acuíferos llenarse, como si todo cogiera una bocanada de aire fresco para poder continuar la travesía bajo un sol que no se mueve y unas raíces que tampoco. La lluvia es la tregua al sol, y no al contrario. Podremos sobrevivir unos días más.
Desde que me mudé fuera de Sevilla, que dentro de poco hará nueve años, no recuerdo si he visto llover estando aquí. Creo que no, o hace mucho que no. Por fechas, no vengo en temporada de lluvias (evito Semana Santa y Feria por motivos logísticos), y, además, siendo tan escasas, no es fácil que nuestros calendarios cuadren. Hoy, al llegar, he visto el cielo nublado, y no creía que la amenaza de lluvia que pronosticaba la AEMET fuera ser cierta, pero lo ha sido. Llueve, llueve en Sevilla, llueve en un pueblo a las afueras desde el que se ve Sevilla sumida en una nube gris y un filtro borroso de agua que cae con prisa, como si sólo tuviera esta oportunidad y hubiera que aprovecharla. Llueve y miro por la ventana de la que era mi habitación, mientas trabajo. Cuántas tardes (y mañanas, y noches) de estudio he pasado aquí, incontables. Cuántas he pasado estudiando mientras llovía, no las he contado, pero ahora me arrepiento de no haberlo hecho. Llueve y dejo la ventana entreabierta para escuchar el sonido de la lluvia, me lleno de él, dejo que el suelo se manche del milagro del agua cayendo del cielo, porque no sé cuándo volverá a llover, no sé si volveré a estar aquí, no sé si volveré a verla desde esta ventana. Llueve, y la lluvia lava mis lágrimas, como aquellas que derramaba cuando tenía tres años, pero esta vez son como las de mi padre, son de alivio. Qué curioso, él aquél día y yo hoy tenemos la misma edad.