Cada vez que leo esa pregunta retórica que circula por internet tengo la misma respuesta: “Si los hombres desaparecieran de la tierra durante 24 horas, ¿qué harías?”. Yo volvería a casa andando sola de noche después de un concierto. 

Me gusta mucho ir a un concierto, pero me gusta aún más haber ido a un concierto. Me encanta la música en directo, pero hay elementos que me entorpecen el disfrute: un señor alto se pone delante, la gente me aparta físicamente para pasar, el sonido no es siempre el ideal,  hay un grupo de personas charlando que hace que me replantee mis firmes principios anticarcelarios o incluso algún listo aprovecha para meterme la mano en el coño en pleno tumulto (me ha pasado). Durante el concierto en sí mismo me esfuerzo por almacenar en mi memoria toda la información posible. Recorro el escenario con la vista constantemente, presto atención a la música (aunque me distraigo con facilidad), trato de almacenar cada detalle sin pararme a pensar en ello, porque no da tiempo, porque si parpadeo ya ha pasado otra cosa que quiero atesorar. Recibo todos esos estímulos, buenos y malos, y más adelante me preocuparé por clasificarlos. 

Durante el concierto, de alguna manera, estoy deseando que acabe para poder disfrutarlo de verdad. Lo ideal sería poder volver sola a casa sin pensar en otra cosa: con los recuerdos frescos, nuevos, puedo repasarlos, detenerme en ellos, fijarme en los detalles, encontrar lo más hermoso de cada imagen que he retenido y borrar los codazos, la cerveza que me derramaron encima y a los desconsiderados que aprovechan los ratos de música baja para hablar aún más. Sin pensar en nada más que en lo que acabo de vivir, sin prestar atención a nada que no sea comprobar mis pasos, sentir el frío de la noche y el calor agradable de mis piernas en movimiento. 

Si me dieran la oportunidad de volver atrás en el tiempo y cumplir ese deseo de 24 horas sin hombres, pediría, sin duda, volver a casa sola caminando después del concierto de Tangerine Dream que vi el 9 de noviembre de 2019. 

No recuerdo cuándo empecé a escuchar Tangerine Dream. Había asumido que gracias a mi madre porque lo tenía asociado a ella, pero jura que nunca le han gustado y en casa de mis padres no hay ni un disco suyo. Tal vez es que no sobrevivió a las sucesivas limpiezas y ha olvidado que existían, pero da igual. El caso es que un día me di cuenta de que Tangerine Dream estaba en mi vida, y que me fascinaban. Es una de esas bandas fundadas a finales de los 60 (el primer disco es de 1970) en un Berlín triste y extraño: los hijos del nazismo se hacían mayores, y rechazaban lo que había significado Alemania hasta entonces, pero también se resisten a americanizarse. Ahí es donde nació el Krautrock, pero esa es otra historia. Ahí, Edgar Froese y un grupo itinerante de gente empezó a explorar con la música electrónica. Fast forward, Edgar muere con 70 años en 2015, y yo me entero de que siguen en activo y vienen a Madrid en 2019 los tres otros miembros que formaban parte de la banda. Más por espejismo que por convencimiento, compré la entrada; no creía que fuera a ver a Tangerine Dream, pero sí a algo que se le parecía lo suficiente para consolar mi pobre corazón musical que ha nacido demasiado tarde. No se me había ocurrido escuchar los últimos discos ni buscar en youtube grabaciones de conciertos recientes, así que no sabía a lo que me enfrentaba. No tenía ni idea de dónde me estaba metiendo. Fue mejor así.

El escenario de la sala no era grande y estaba dividido en tres partes: varios ordenadores y teclados en una, un sintetizador y pedales en el centro, y un montón de sintetizadores analógicos, decenas de cables, cientos de botones de esos de girar, cuatro teclados y amplificadores suficientes para echar el edificio abajo. Salieron a escena un muchacho con barba y entradas y se posicionó en los ordenadores, una chica japonesa de pelo pulcramentre recogido con un violín eléctrico que se quedó en el centro y, por último, un tipo enorme, alto y ancho, vestido completamente de negro, con americana y pañuelo al cuello, que se metió en el círculo de aparatos. Miró al público y la luz tenue de antes de empezar el concierto iluminó su cara; amplia, lampiña, amable y despejada, y una media melena despeinada. Tenía el aspecto que te imaginas que tiene un compositor de música clásica. Levantó la vista, sonrió levemente y empezó la música.

La música de Tangerine Dream es lo que se bautizó como Kosmische: una música electrónica espacial que se aleja del rock progresivo psicodélico y se mete de lleno en el vacío interestelar. Aunque pasaron por muchas etapas, mis favoritas son las que se alejan de la melodía obvia y flotan entre la angustia y el alivio del nihilismo de la inmensidad del espacio. La música muy melódica no me suele gustar, porque me da la sensación de que me dirige hacia lo que tengo que sentir. Tangerine Dream me asoma al telescopio y me pregunta qué veo. Cuando empezó la música, ese sonido hermoso y angustiado me vibraba en el pecho, en los oídos, en los pies. Me quité los tapones (que utilizo porque quiero poder seguir yendo a conciertos), me metí hasta la segunda fila y dejé que ese señor me llevara donde quisiera. Me sentí como una tripulante de la Voyager1, en un viaje por el espacio desconocido, descubriendo maravillas, pero con la tristeza de fondo de saber que no volveré a casa. Las primeras canciones eran reinterpretaciones de temas antiguos, algunos de ellos de antes de que todos los componentes (y yo misma) hubiera nacido. En lugar de sonar a 1975 sonaban a siglo XXIII, sonaban a asomarme por la ventana de la nave y ver a lo lejos la Tierra, algo que es familiar pero a la vez no lo es porque yo he cambiado y la Tierra también. El hombre de negro se movía como flotando entre sus aparatos que comprobaba constantemente, entre las decenas de botones que tocaba a cada momento. Era una coreografía a veces relajada, a veces precisa. Las expresiones de su cara reflejaban la delicadeza de la operación. Sus toques y giros se reflejaban en el sonido y, a la vez, en mi pecho. Sentía como si esas manos delicadas y expertas estuvieran tocando las rueditas de mis emociones, inundándome de maravilla, de angustia, de alivio y de humildad. De vez en cuando sonreía cuando escuchaba algo que le gustaba, sabiendo que nos estaba llevando a donde él quería. Se balanceaba al ritmo de la música que salía de sus propias manos, sin separar los dedos de la máquina, como si no pudiera evitar dejarse llevar por su propio hechizo. Su presencia, inmensa y negra, contrastaba con las máquinas blancas de luces parpadeantes, con las proyecciones de fondo, con las luces del escenario, como si de alguna forma quisiera pasar desapercibido debajo de ellas. En algún momento empezaron a sonar canciones de los últimos discos que, cínica de mí, no había escuchado. El desconocimiento me hizo vivir aquello como cartografiar territorio desconocido. Las melodías me llegaban por primera vez, y me atravesaron como rayos fuera del espectro conocido que emite alguna estrella a mil años luz. Capas de veinte, treinta sonidos a la vez pasando a través de mi cuerpo y acariciando mis nervios sin darse cuenta de que yo estaba ahí. Al perder el punto de contacto con lo conocido pude despegar del todo. Recuerdo abrir los ojos y encontrarme con su mirada durante una fracción de segundo, la justa para que sonriera y siguiera con sus mandos. Me miró y vio a través de mí. Sonrió y me hizo sentir acariciada en rincones que sólo la música me alcanza a tocar. Desde entonces estoy musicalmente enamorada de él. Sonó Stratosfear y en algún momento me di cuenta de que me caían lágrimas por las mejillas. Hicieron un bis de media hora de improvisación, que empezó con violín y piano y acabó en el custer Hércules. Desperté con un aterrizaje forzoso cuando se encendieron las luces, y el cosmonauta ya no estaba ahí. Me sentí infinitamente sola durante unos segundos. Luego salí de mi ensoñación y volví a casa, en metro, aunque habría podido volver flotando.

Al día siguiente puse toda mi maquinaria del hiperfoco a trabajar. Ese hombre se llama Thorsten Quaeschning, Q para los amigos. Lleva en Tangerine Dream desde 2003, aprendiendo del maestro Froese, que lo designó su sucesor. Tiene formación en música clásica y alma de gótico, aunque intuyo gusto por sonidos más extremos como el drone y el black metal a juzgar por sus composiciones. Multiinstrumentista, pero no había compuesto electrónica hasta llegar a Tangerine Dream. Es un enamorado de la electrónica analógica, del sonido, de lo táctil, de la potencia y limpieza del sonido de la máquina, aunque no se cierra a ninguna herramienta. Ha listado todo su equipo en su página web personal, y hay un par de videos en los que explica su montaje. Viaja con él siempre que puede, porque algunas piezas son realmente complicadas de conseguir alquiladas. Calibra sus treinta osciladores antes de cada concierto, por si la temperatura o el viaje les ha afectado. Le gustaría tocar piezas de Tangerine Dream de las largas, de las pensadas para LP de una pista por cara, pero no puede dar directos de cuatro o cinco horas. Su parte favorita de los conciertos es improvisar, cuando llevan un par de horas tocando y entrando en el túnel, porque dice que es cuando encuentran sonidos que en el estudio no salen. Graba todas esas improvisaciones y las repasa después, buscando las chispas de novedad, de genialidad, que puede ser el camino que siga la banda. Le encantaría poder improvisar durante una hora, dos, tres horas, y a mi me encantaría escucharlas todas con los ojos en blanco. Concede muy pocas entrevistas, y sólo he podido ver algunas en pequeños canales de youtube en las que habla con otros flipados de la música como él. Parece un hombre tímido que estalla de entusiasmo al hablar de su trabajo, nada me gusta más que escuchar a alguien hablar de lo que le entusiasma. Además, tiene una voz preciosa.

Dice que no tiene ningún disco completamente en solitario, porque sobre todo graba sesiones semi improvisadas y porque le encanta colaborar con otros músicos. Una de esas sesiones es esta, The Munich Session, que la grabó en una iglesia, y en el que podéis verle trabajar en toda su minuciosidad. Podría mirarle durante horas. Me fascina la parte final, en la que va desmontando las gruesas capas de sonido hasta depositarte suavementde vuelta a la silla.

Durante la pandemia estuvo grabando sesiones de improvisación a puerta cerrada con otros músicos de electrónica reconocidos. Se encerró en un teatro, montó su equipo y emitía en directo dos días en semana. El único completo en youtube es este con Schiller, que se parece más a los soundscapes que hace en cuasi solitario, y en el que podéis ver el montaje que lleva a los conciertos.

Su canal de youtube es una mezcla de grabaciones profesionales, videodiarios de gira y videos de su otro grupo, Picture Palace Music. Me quedé prendada de este, subido el 30 de marzo de 2020, haciendo sonar el himno de la alegría en su StepSequencer. Es un vídeo de cinco minutos, grabado con el móvil en una mano y trabajando con la otra, tocando botones en los momentos precisos, transformando la manera en la que se mueve un hilo de electricidad para hacerlo música en una mezcla entre artesanía y magia, “para la gente sin balcones ni ventanas”. Mi tecnología indistinguible de la magia son los sintetizadores analógicos. Este hombre es un músico indistinguible de un mago. 

El Santuario de Ise es un templo fundado en el siglo V en Japón, que tiene la peculiaridad de que cada veinte años lo desmantelan y lo vuelven a construir. Este año toca, por cierto. Entonces, ¿podemos decir que es un templo de mil quinientos años, o tiene veinte? ¿sigue siendo el mismo templo si no queda ni una sola pieza original? ¿sigue siendo el mismo tiempo si la gente lleva mil quinientos años yendo al mismo sitio a hacer la misma cosa? Todas las piezas del barco de Teseo fueron sustituidas en algún momento, y Platón se preguntaba si, entonces, podríamos decir que ese era el mismo barco. ¿qué hace que ese y no otro sea el barco de Teseo? ¿las piezas individuales o el convencimiento general de que ese es el barco?

No queda nadie de la formación original de Tangerine Dream, pero Thorsten fue instruido por el fundador y designado su sucesor. Ha compuesto unos discos maravillosos, cogiendo lo que le gustaba de la banda y aportando lo que se le da mejor hacer. ¿Sigue siendo Tangerine Dream si me hace sentir lo mismo que siento al escuchar Tangerine Dream? ¿Edgar Froese habría sido capaz de mirar a través de mi alma si nuestros ojos se hubieran encontrado alguna vez? ¿habría sonreído, satisfecho, al darse cuenta de su música estaba provocándome esas emociones tan intensas? Este hombre ha dado cientos de conciertos, habrá cruzado la vista con cientos de personas, pero me dejó el alma mellada a mí. Ahora, cada vez que vuelvo a escuchar canciones que sonaron en ese directo mis emociones vuelven a ese día, a veces se me caen las lágrimas de belleza. Toda la música de la banda suena mejor, me emociona más, ahora siento que la entiendo. Ha cogido algo que era querido para mí y lo ha hecho sublime.

Quiero perseguir esa emoción, volver a esas tres horas, quiero presenciar sus ensayos, quiero escuchar su colección de discos, quiero verle hablar apasionadamente de su música, quiero que me explique cómo funciona cada una de esas máquinas que crean el hechizo. Quiero saber qué siente él al subirse a un escenario a hacer lo que más le gusta hacer, a enseñar el resultado de su trabajo y su genio. Quiero saber qué siente cuando ve a personas en el público extasiadas, si se alegra, si se contagia, si se va a dormir sabiendo que ha hecho feliz a un puñado de gente. Quiero que me vuelva a montar en su nave espacial y me lleve a los confines de la galaxia, donde nadie más sabe ir.

Os dejo este directo en Dekmantel en 2018, que es lo más parecido que he encontrado al concierto al que fui. Que tengáis buen viaje.

3 comentario sobre «El cosmonauta»
  1. Tangerine Dream fue una de las cosas que conservé de mi padre en el sentido musical junto con Mike Oldfield y demás, y leer este post me ha llevado a él de vuelta y a los domingos con el tocadiscos sonando y la música inundando la casa, o a la vuelta del apartamento con él poniendo música en el coche. Me lo he vuelto a poner estos días tras leer tu post y me siguen pareciendo mágicos, ojalá haberlos visto para vivir esa experiencia en directo.
    Pedazo de post, muchas gracias por darme esas sensaciones de vuelta ^^

  2. Nunca he escuchado a Tangerine Dream, pero tomo nota de todos los enlaces a YouTube para descubrirlos 🙂

    Sí comparto contigo el estar instalado en esa sensación maravillosa al salir de un concierto que has disfrutado, bien por la sorpresa de lo inesperado y el descubrimiento de algo nuevo, bien por el reencuentro con esos sonidos familiares pero distintos que te han acompañado a lo largo de los años. Abandonar el recinto vibrando todavía con las notas escuchadas, tarareando las melodías, cantando las letras, instalado en una nube que te lleva volando de vuelta a casa.

    Por cierto, comentarte que la nota sobre la Voyager lleva a tu Substack.

Deja una respuesta

Tu dirección de correo electrónico no será publicada. Los campos obligatorios están marcados con *